Nightcrawler
La noche suele ser territorio fértil en delirios de grandeza que huyen de la conciencia diurna, espacio-tiempo reservado a la hipocresía de quien esconde su ambición bajo una cortina de proeza repentina. En ese taciturno escenario, Nightcrawler alumbra devaneos impregnados de ambición, codicia, vanidad, y otras tantas miserias que un proxeneta de la fama, Louis Bloom (Jake Gyllenhaal), explota en su favor para persuadir a su preceptora, Nina Romina (Rene Russo), que de la confianza que ella deposite en él dependerá acariciar el dominio de los medios sin miedo a que le sea arrebatado un antológico prime time. Y, por si eso fuera poco, ése, en apariencia, errático fotógrafo de tres al cuarto, en un vano coqueteo con su propio ello, no tardará en despojarse del escrúpulo que amortigua el día y libera la noche, para dar rienda suelta a la sordidez de sus acciones sin levantar sospechas, como si éstas, por graves que se le antojen al espectador, legitimen su derecho al éxito al precio que sea, aunque, para tal cometido, haya de llevarse por delante a sus contrincantes mediante la eliminación de cuantos le puedan hacer sombra.
Así, tras la cándida sonrisa de un reportero noctámbulo con aires de famélico indigente dispuesto a devorar el mundo, se esconde un verdadero hijo de mala madre (me ahorro otros calificativos), sediento de sangre con olor a noticia de primer orden. En su particular escalada de violencia desbocada (que arrastra consigo a su propio ayudante, al que promete el maná que nunca habrá de llegar), alcanza a dominar a la perfección, el ardid, el chantaje, la conspiración, el sabotaje, como advenedizo arribista con quien es mejor llevarse bien. La relación, casi obscena, que entablan él y su ‘empleadora’, es la prueba tangible de que, entre bambalinas, suele urdirse la tan manida erótica del poder, de cuyas murmuraciones da cuenta más de un mentidero. El frenesí de morbosidad que se desata durante la diégesis, da lugar, además, a una repulsiva mezcla de muerte y noticia que excita los sentidos de ambos personajes, hasta sumergirlos en una vorágine de sensualidad de la que cuesta desembarazarse cuando el prestigio corre peligro.
Asimismo, la enferma psique del protagonista encierra algunas de las más abyectas pasiones de una sociedad decadente, en la que pareciera que la ética debe postrarse ante quienes aún se atreven a proclamar que todo es posible porque carecen de moral, una sociedad, en la que los principios se ponen en duda porque todo es volátil, incluida la idea de que tales principios deben perpetuarse, como si se tratara de un molesto atavismo del que urge desembarazarse, aunque sea devorando al más débil, como una suerte de renacido superhombre con derecho a imponer su propio sistema de valores arbitrariamente, por si otros no lo consiguieron en el pasado, fatídico homenaje a la perversión “nietzscheana” de la realidad que pariera el nazismo. Y todo ello, al fin, para disfrutar del mejor exponente de darwinismo social propio del más voraz de los depredadores.